CUANDO CIERRO LOS OJOS … EL DESPERTAR INTERIOR DEL ALMA

 





Cuando cierro los ojos, el mundo exterior se desvanece y surge el milagro del silencio. Un silencio que no es ausencia, sino presencia. Una presencia que lo llena todo con su verdad, con su profundidad… con su inmensidad invisible.


Al cerrar los ojos, mi universo interior se despliega como un abanico sagrado. El tiempo se disuelve como arena entre los dedos, y con él desaparecen los límites. Entonces, contemplo lo que los ojos no pueden ver: la vastedad de lo eterno y el murmullo de lo que siempre ha estado allí, esperándome.


En ese instante sagrado, la mente se aquieta. El bullicio cede paso a la paz, y se transforma en un lago sereno de aguas cristalinas. Ya no hay pensamientos que agiten su superficie. Solo un espejo donde todo puede reflejarse: emociones, memorias, intuiciones… todo encuentra su lugar y su forma en ese espejo interno.


Cuando cierro los ojos, comienzo a ver de verdad. No con los sentidos del cuerpo, sino con los del alma. Una visión integradora, profunda y amorosa me invade. Mi respiración se vuelve tenue, como un suspiro del universo. Y el silencio se convierte en templo, en cuna, en abrazo. No viene de fuera. Brota desde mí. Porque siempre estuvo en mí.


Entonces, mi corazón se abre como una flor bajo la luz de la mañana. Un verde esmeralda lo inunda todo, y me atraviesa la certeza de que lo invisible es más real que cualquier forma. Percibo el alma en cada latido. Y el alma me percibe a mí.


Me convierto en crisálida. Me retiro del mundo como la oruga que deja atrás la tierra para recogerse en sí misma. Y en ese recogimiento, en ese silencio fecundo, algo en mí se transforma. No es muerte, es renacimiento. Y de ese renacer emergen alas, alas multicolores que no sabían que estaban ahí, esperando su momento.


Y vuelo. Pero no es un vuelo físico, ni siquiera mental. Es un vuelo del espíritu. Me baño en la luz de lo que soy, en la fragancia sutil de mi esencia. Me acerco al sol que siempre ha brillado en mi centro, en la pureza invisible del aire que me sostiene. En el amor sin forma que anima mis alas. Y así, en este vuelo sin rumbo y en este camino sin mapa, resplandezco. Porque he vuelto a mí.



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